El Colegio Hijas de Allende fue fundado en 1874 en la Ciudad de Pachuca, Hgo., y cerró sus puertas casi cien años después.
El cuidado de las internas estaba a cargo de una maestra de la que nunca se supo el nombre, de ascendencia inglesa, alta, de tez muy blanca, pelo totalmente plateado por el paso de los años, se destacaba ante todo por aquellos ojos plomizos un tanto tristes, un tanto llorosos, que inspiraban ternura y confianza. Cuando alguna maestra de la primaria llegaba a faltar. Miss Vargas, la directora, le comisionaba para atender al grupo.
Aquella adorada maestra cerró sus ojos para dormir una lluviosa noche de septiembre, después de haberse cerciorado que todas las internas estaban en los dormitorios, los cerró esa noche para no volverlos abrir más, murió de manera callada y sencilla, cual había sido su vida. Cuando al día siguiente no se levantó, como era su costumbre, a las 5 y media de la mañana, las internas fueron hasta el sitio donde dormía, detrás de unos biombos en el más grande de los dormitorios y la encontraron con los ojos cerrados, esbozando una especie de sonrisa y placidez, por lo que decidieron no despertarla, se bañaron y desayunaron, tendieron sus camas y bajaron a las clases del turno matutino.
Al medio día, al subir al almuerzo de las doce y cuarto, la encontraron igual y decidieron no despertarla. Fue ya por la tarde noche, cuando la maestra Clara Conde, quien subió a eso de las cuatro de la tarde, la que se percató de que había muerto la más buena y bondadosa de las maestras. Hubo luto no sólo en la Escuela sino en la ciudad entera, alumnos y ex-alumnos acudieron a darle el último adiós, en el patio mayor de la escuela y el féretro fue cargado por las calles hasta llegar casi dos horas después al panteón de San Bartolo.
Cuenta Isabel Márquez, una de las internas de aquellos años, que durante las noches siguientes, las internas escucharon los pasos de la difunta maestra y hasta pudieron ver la lucecita de la lámpara sorda con la que revisaba los dormitorios, era tal el azoro, dice Isabel, que en menos de un mes tres internas se dieron de baja de la escuela y el resto resintió los efectos del no poder dormir por el desasosiego de aquellos hechos.
La escuela contrató los servicios de hasta tres prefectas para sustituirla, pero todas renunciaban sino en la primera sí en la segunda noche, la misma Isabel Márquez, cuando llegó a su pueblo, suplicó a sus padres la reubicaran en otro plantel, pero estos no creyeron aquellas a las que denominarán patrañas de su hija. Fue entonces cuando una de las amigas de la ex-Prefecta del internado, una señorita de apellido Brown, de origen norteamericano, que impartía clases de inglés en el Colegio, tanto en la primaria como en la secundaria y en la escuela de comercio, subió al dormitorio, donde permaneció por cerca de tres horas. Dice Isabel que la visitante se metió tras los biombos durante todo ese tiempo, se le oía platicar y de ves en cuando sollozar. Finalmente salió llevando en sus manos una cajita de madera tipo olinalá, misma que solicitó llevarse, a fin de entregarla a cierta persona.
Cuando salió Miss Brown, les dijo a las internas: «Hoy estará por aquí nuestra amada amiga por última vez, despídanse de ella, es su deseo. Sobrecogidas por aquella declaración, las internas vieron llegar la noche en medio de un gran miedo y expectación, como a las diez y cuarto escucharon los pasos que habían oído cada noche y observaron como la lamparita iluminaba cada una de las camas luego la mortecina luz se perdió tras el biombo y unos segundos después éste se vino abajo, cayendo estrepitosamente al suelo, pero lejos de causar azoro entre las internas, hubo un sentimiento de paz interna que, dice Isabel, no había ni ha sentido jamás y a partir de entonces nada anormal volvió a sentirse en los dormitorios del internado del Colegio Hijas de Allende.