“Hay cosas que no se aprenden en la escuela. Ahí, nunca escuché nada de la matanza de Tlatelolco, tampoco del Halconazo y mucho menos de la censura, el apresamiento y las desapariciones que marcaron los sexenios de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez.
Apegados a la voluntad de un Estado presidencialista, hasta el surgimiento del EZLN y la transición democrática -y obligada-, encabezada por Ernesto Zedillo, los programas educativos de historia y civismo de mi primaria, secundaria y preparatoria, sólo tenían ojos para los próceres del panteón heroico, encarnados en Juárez, Ocampo, Madero, Carranza, Villa, Zapata y las luchas por la Independencia, la Reforma y la Revolución. Quizá eso explique que mi primer encuentro con Rosario Ibarra de Piedra se haya dado años más tarde, en la universidad y cursando una materia dedicada a las manifestaciones artísticas del México de los setenta.
Jamás olvidaré mi indignación. Analizaba el trabajo de creadores encaminados a cuestionar los valores de una nación decadente, que no se habían inmutado ante el dolor de una y mil madres reclamando por sus hijos desaparecidos.
¿Pero, por qué desaparecieron? ¿Cómo se desaparece?, recuerdo haber cuestionado incrédula, a mi maestra. Por manifestarse a favor de la democracia, por condenar la represión del 68, por ser comunistas y pasar a la clandestinidad. Porque así se desaparece. De un día a otro dejas de estar, así de simple, así de complicado, había respondido ella, dando por hecho que, con su breve réplica, mis compañeros y yo conseguiríamos comprender la incoherencia de un gobierno capaz de ultimar a sus jóvenes por el solo hecho de no coincidir con su credo.
Me reencontré con Rosario Ibarra de Piedra muchos años después. Fue en 2011, cuando mi amigo y colega Ignacio Vázquez Paravano me invitaba a colaborar en el proyecto museológico del Museo de la Memoria Indómita. Comisionado por el comité Eureka y el colectivo Hijos México y la misma Rosario, el recinto buscaba transmitir el dolor de los familiares de víctimas y desaparecidos, la angustia de las horas, días y años frente a un teléfono que no suena, las esperanzas que nunca se pierden de cara a los retratos de los amados que han dejado de tener voz y las promesas incumplidas de sexenios y sexenios que prometían esclarecer las desapariciones. El museo también proponía el derecho natural a la disidencia y a la organización de la sociedad civil, además de hacer votos para que un régimen venidero hiciera justicia, tomado del periódico financiero.