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El organillo en México: ecos del pasado que aún suenan en las calles

Por: Luis Antonio Santillán Varela
En pleno siglo XXI, entre los sonidos del tráfico, las conversaciones apresuradas y el bullicio urbano, aún puede escucharse el inconfundible tono del organillo en algunas calles del centro de la ciudad de Pachuca. Este instrumento mecánico, que se activa girando una manivela, forma parte de una tradición popular que ha resistido el paso del tiempo y se niega a desaparecer, a pesar de los desafíos modernos. 

De Europa a México: una historia que viaja con música El organillo tiene su origen en Europa, especialmente en Alemania, donde fue fabricado a finales del siglo XIX. Su llegada a México se dio durante el Porfiriato, una época en la que las influencias europeas estaban muy presentes en la vida cultural del país. A diferencia de los instrumentos convencionales, el organillo no se ejecuta mediante teclas, sino a través de un mecanismo de cilindros que al girar emiten melodías ya grabadas.

Su presencia se volvió común en plazas, ferias y calles, convirtiéndose en una forma de entretenimiento accesible para todos, mucho antes de que la radio llegara a los hogares mexicanos. 

El organillo, con sus notas repetitivas y melancólicas, se instaló en la memoria colectiva como parte del paisaje sonoro nacional.

Los organilleros: herederos de una labor tradicional. 

Quienes hacen sonar estos instrumentos son conocidos como organilleros. Suelen vestir uniformes color caqui, inspirados en la vestimenta militar del siglo XIX, lo que les da una imagen distintiva y reconocible. Muchos de ellos pertenecen a familias que han pasado esta labor de generación en generación, manteniendo vivo un oficio que combina música, resistencia y memoria.

Cada día, los organilleros recorren barrios y plazas, cargando el instrumento sobre sus espaldas o en carritos. Dependen de las monedas que la gente les ofrece, pero sobre todo del aprecio de quienes reconocen el valor simbólico y cultural de su música.

Melodías que resisten al olvido Aunque su repertorio es limitado, las canciones que emanan del organillo evocan momentos entrañables. Piezas como Las mañanitas, Cielito lindo o Sobre las olas suelen repetirse en distintas versiones. Estas melodías, grabadas en los cilindros mecánicos, se han mantenido intactas por décadas, funcionando como cápsulas del tiempo que conectan generaciones.

Algunos organilleros han intentado incorporar nuevas canciones al repertorio, pero la mayoría prefiere conservar las tradicionales, pues son las que el público reconoce y valora más.

Tradición en riesgo, pero no extinta El número de organilleros activos ha disminuido considerablemente. Muchos de los instrumentos están envejecidos y requieren reparaciones costosas, mientras que los repuestos son escasos y difíciles de importar. Además, la modernidad ha desplazado muchas formas de expresión callejera tradicional, haciendo más difícil la supervivencia de este oficio.

A pesar de estas dificultades, hay esfuerzos por conservar esta tradición. 

Algunas instituciones culturales, como el INAH, han impulsado campañas para sensibilizar a la población sobre la importancia del organillo como patrimonio intangible. 

Asimismo, algunos talleres artesanales tanto en México como en Alemania aún se dedican a reparar o fabricar partes para mantenerlos en funcionamiento.

Más que música: un símbolo de identidad El organillo no es solo una caja musical, sino un símbolo de identidad popular. 

Representa la permanencia de una forma de arte que no necesita pantallas ni tecnología digital para conmover. Es una muestra viva de cómo las tradiciones orales y sonoras siguen ocupando un lugar en la vida urbana.

Mientras haya personas dispuestas a girar la manivela y otras dispuestas a escuchar, el organillo seguirá sonando en México. Con cada melodía, se revive una parte del pasado y se reafirma el valor de lo que no debe olvidarse.


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