Interrumpo la serie crónicas sobre la calle Guerrero —acuñadas con el verbo “Guerrerear”— a efecto de recordar uno de los más fatídicos acontecimientos en la historia reciente de Pachuca: la inundación acaecida la tarde del viernes 24 de junio de 1949 —mañana se cumplirán 76 años de aquel hecho— que tanta huella dejó en mi generación.
Un testigo aquella catástrofe recuerda que ese había sido un día soleado y caluroso —como solía ocurrir al final de la primavera y principios del verano—; hacia las dos de la tarde, el cielo empezó a nublarse, negros nubarrones pudieron observarse al norte detrás de las haciendas de Loreto, Progreso y Purísima, situación enteramente normal en aquellos días La soledad de las calles durante las horas de la comida del mediodía —entonces entre la una y dos de la tarde— se reactivó con la entrada a las escuelas Julián Villagrán e Hijas de Allende, y la reapertura vespertina de los comercios —que entonces acostumbraban cerrar entre la una y tres de la tarde— de modo, cuenta nuestro testigo, que hacia las cuatro de la tarde las calles volvieron a poblarse de mercaderes y marchantes, que recelosos de algún chubasco apresuraron el paso para realizar sus compras.
Cerca de las cinco, empezaron a caer gruesas gotas de lluvia, mientras, al norte, el cielo se ennegrecía por el rumbo de Cuahutemoctzin; no obstante, aquella precipitación fue, dicen quienes vivieron aquellos momentos, bastante moderada, aunque llegó a generalizarse en lo que hoy se denomina Centro Histórico de Pachuca. En la esquina de las calles Julián Villagrán e Ignacio Allende, los padres y madres de familia armados con gabardinas y paraguas se arremolinaban frente a la escuela Villagrán para recibir a sus hijos tras finalizar el horario vespertino.
A las cinco en punto se abrieron las puertas de la escuela y la chiquillada comenzó a salir. En ese momento, dice nuestro testigo, se escuchó un fuerte estruendo seguido de sonoras crepitaciones por el rumbo de la cuchilla —espacio ocupado por decenas de comercios informales— y enseguida una enorme corriente de agua lodosa que arrastraba todo lo que encontraba a su paso se precipitó por las calles de Julián Villagrán y Allende, arrastrando todo a su paso, ahí el torrente cobró algunas víctimas, pero fue en la primera de Venustiano Carranza, en el jardín Constitución y en las calles de Hidalgo, donde aquella avalancha de lodo y granizo —caído en la zona norte— causó la muerte de varias personas arrastradas por aquel tropel fangoso —67 cadáveres fueron anotados en el registro municipal y un sinfín, tal vez más de 100, de desaparecidos—; todo ello en menos de 15 minutos.
En efecto, una fuerte tromba caída en la zona montañosa del norte de la ciudad acrecentó el torrente del Río de la Avenidas de manera inusitada, mismo que al llegar al sitio donde se encontraba el mercado Juárez —hoy Miguel Hidalgo— encontró un dique formado con todos los desperdicios que los locatarios lanzaron al cauce durante largo tiempo.
En ese sitio la corriente se estrelló y buscó salida, la que encontró tras derribar la barda de adobe que existía en la Inspección de Policía del Estado, que fue completamente arrasada por las aguas, que enseguida se precipitaron por la calle de Venustiano Carranza y continuaron su loca carrera hacia el sur.
El Portal Constitución, entonces sede de una docena de locales semifijos, fue el primero en sufrir estragos: los puestos fueron arrastrados por la corriente y muchos negocios inundados, lo mismo sucedió en la primera y segunda de Hidalgo, donde el agua alcanzó en algunos puntos cerca de los dos metros de altura. Toneladas de ropa, zapatos, sombreros y otras mercancías fueron arrastradas por la corriente junto a otros muchos enseres; fue una auténtica tragedia, tal vez la más grande de las 27 inundaciones registradas hasta entonces en Pachuca.
Nuestro testigo, radicado entonces en Real del Monte —estudiante de la Julián Villagrán—, logró llegar a las limosinas que daban el servicio a Real del Monte —su terminal se encontraba en la segunda de Hidalgo, frente al callejón de Santos Degollado—; allí alguien logró encaramarlo en una alta ventana, desde donde, presa del miedo, logró ver a decenas de personas arrastradas por la corriente, unas luchando aún por sobrevivir y otras ya sin vida, cuyos cuerpos cruzaban flotando entre aquellas fangosas aguas.
En menos de 30 minutos todo había terminado; comerciantes, empelados y cientos de personas aún azorados comenzaron una titánica tarea para desalojar de los comercios el lodo acumulado, para levantar lo poco que aún podía servir y para tirar todo aquello que había quedado deteriorado. La llegada de la noche no impidió aquella tarea, prolongada en muchos casos por más de una semana.
Mañana, como ha sucedido durante todos estos años, habrá oraciones en muchos hogares y en muchos templos se celebrarán servicios para recordar a las cerca de 200 personas que murieron o desaparecieron aquel día.
La placa que ilustra esta entrega capta a la terminal de los turismos que iban a Real del Monte en el momento más álgido de aquella catástrofe y en la ventana se encuentra quien dio testimonio de aquellos hechos 30 años después.
Créditos: Criterio Hidalgo