A l@s que se tuvieron que ir, a l@s que se quedaron, y a tod@s aquellos que seguimos esperando que regresen a casa…
A Gino Longoni Lanzarini, mi padre, que dejó Chile a los veinte años, porque de muchas maneras es, y nos ha hecho, parte de esta historia.
I.
Unos niños juegan fútbol con una pelota hecha de medias viejas en un terreno baldío, en una población a las afueras de Santiago/Concepción/Punta Arenas/Valparaíso/Iquique. Una patrulla militar pasa cerca de ellos y se estaciona frente a un conjunto de chozas hechas de madera y lámina. Con armas en las manos sacan de sus casas, a gritos y golpes, a varios hombres, padres de familia, hermanos, abuelos, tíos, primos. Las mujeres también son golpeadas. Algunos de ellos son fusilados en la cancha de la población, otros son subidos a las patrullas entre insultos, frente a la mirada de los niños, que nunca más verán a sus padres, abuelos, tíos, primos, hermanos.
II.
Una mujer joven camina por la alameda, justo frente a La Moneda. Corre al ver a los aviones bombardear el palacio. La Moneda está en llamas. Es martes, es septiembre, es 1973, es 11. Llueve, pero la lluvia no logra apagar las llamas, ni tampoco limpiar las heridas. La lluvia se mezcla con la tristeza. Este martes 11 de septiembre de 1973, piensa, pasará a la historia como una herida profunda, como un dolor enorme. Piensa también, mientras se aleja, en sus hermanos, que son tan pequeños que todavía no entienden mucho de golpes de Estado o de política, pero que seguro llorarán cuando los militares allanen el departamento; en sus padres, que tendrán que quemar sus papeles y sus libros en el silencio de la noche y de su ausencia; en sus compañeros de lucha, que serán torturados y desaparecidos. Días más tarde la mujer logra escapar al brincarse a una embajada. En el avión piensa que su patria ya no es más su patria, que ahora no tiene hogar, ni un lugar donde poder construir recuerdos, ni nada.
III.
Desde un balcón un hombre de lentes, bigote y canas dispara su fusil contra los aviones y trata de resistir al asalto. Eduardo Galeano cuenta que años más tarde, lejos de Chile, unos indios huicholes de la sierra de Nayarit decidieron nombrar su comunidad como aquel hombre de lentes, bigote y canas, debido a que leyeron en un libro su historia, la historia de un hombre que había sabido cumplir su palabra. Un hombre digno, que no dudó al momento de elegir entre la traición o la muerte. Un hombre que en sus últimas palabras afirmó que pronto, más temprano que tarde, se abrirían las grandes alamedas, por donde pasaría una humanidad libre, para construir una sociedad mejor. Voy para Salvador Allende, dicen ahora todos aquellos que caminan hacia la comunidad huichol.
IV.
Unos encapuchados huyen de los carabineros. Los gases lacrimógenos no los dejan respirar. Logran descansar recargados en la puerta de una iglesia. Las cosas se calman un poco, se hace de noche. Caminan por la calle Londres, se detienen frente al número 38. Aquella casa fue en los setenta una casa de tortura de la dictadura. Uno de ellos cruza la calle, y escribe, con dolor en las piernas y todavía algo asfixiado: “1973-2019”. Su compañera remata: “Esta lucha también es por la memoria”. Sonríen… y lloran mientras se abrazan.
V.
En mi última visita a Chile, en 2021, mi tío Marco me llevó a Villa Grimaldi. La guía nos contó que el portón grande que era posible ver al fondo, era por donde ingresaban a los detenidos, atados y sin poder ver. Miles de personas que ingresaron en este lugar nunca más volvieron a casa, fueron torturadas, desaparecidas, sus cuerpos fueron arrojados al mar rellenos con piedras o amarrados a vías del tren para que no pudieran encontrar ni siquiera sus restos.
Mirando al mar en el sur de Chile, pienso en ellas y ellos, en sus lamentos, y en el lamento de sus madres, que nunca dejarán de buscarlos, ya sea en el mar o en el desierto. Algunas y algunos dicen que también debemos recordar su lucha, que lucharon por un mundo distinto, y eso es cierto. Pero el dolor de esta herida histórica es mucha.
El portón grande de Villa Grimaldi fue clausurado hace tiempo, como símbolo de rechazo a que alguna vez algún ser humano vuelva a ser detenido, amenazado, torturado, amordazado o asesinado. Al final del recorrido entramos en un cuarto oscuro. Al centro hay una vía del tren en la cual está encarnado un botón. El botón de alguna o alguno que fue arrojado al mar. El botón que alguna madre seguirá buscando para siempre, junto con la sonrisa de su hij@.
VI.
Hace 50 años, un 11 de septiembre de 1973, la vía chilena al socialismo, elegida, impulsada y sostenida en el anhelo popular y democrático de miles de chilenas y chilenos, fue detenida de manera violenta por los militares. Aquel día marcó el inicio de una dictadura militar atroz (como toda dictadura militar), que detuvo, torturó, asesinó, exilió y desapareció a miles de personas, porque ante sus ojos el sueño de estas personas de que no solamente Chile, sino el mundo, fuera una provincia de libertad, igualdad y dignidad para toda la humanidad, significaba renunciar a su vida de jerarquías, privilegios y abusos.
Para muchas personas mirar al pasado, sobre todo a algo que ocurrió hace 50 años, es un signo de necedad, debilidad o estupidez. Afirman que lo único que tiene sentido es el olvido, mirar al futuro y seguir la senda del progreso. Mientras el supuesto progreso que mencionan no dejé de tener enormes costos humanos, es decir, mientras no deje de estar sustentado en el sacrificio, el abuso, la desigualdad y la crueldad de unos sobre otros, entonces no tendrá ninguna validez, y la memoria seguirá siendo necesaria y persistente.
Mirar al pasado, recordar, significa traer al presente los anhelos y sueños que el horror dejó inconclusos, porque dichos anhelos y sueños de dignidad, justicia y libertad siguen siendo necesarios en la actualidad. Mientras el mundo no sea aquel que soñaron miles de chilenas y chilenos en los setenta, es decir, mientras no sea un mundo en el cual nadie pase por encima de otros para vivir, y en el cual todos podamos ser felices: ¡Nada ni nadie será olvidado!